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LA EPIDEMIA AZUL

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Portada: Higorca

Vídeo obras de José Higueras "el pintor de la luz"

jueves, 1 de marzo de 2012

INVASION

                                                     Óleo - Autor: José Higueras Mora

Los franceses invadieron España. Su única ilusión quedarse aposentados en la Península. Gobernar a sus anchas todos los rincones. En este lugar se vivía bien y ¿por qué no? Había mujeres muy guapas.

Eran morenas, con largos cabellos ensortijados. Sus ojos grandes y negros como la noche, hablaban sin pronunciar palabra.

Noches de juerga y jarana. En las tabernas de los pueblos andaluces, a los compas del rasgueo de una guitarra, pasaban las veladas hablando o escuchando cantar a la gitana de belleza sin igual.
Entre los soldados, uno destacaba. Era alto y bien parecido, le gustaba todo lo español y más que nada, las mujeres.

-     Las hembras bien puestas. Esas de pelo negro y brillante. – Solía decir él.

Siempre que veía una mujer, sin mirarle la cara se acercaba y, la cortejaba con soltura. Eso le había costado algunas broncas. Más de una vez se lo habían avisado pero nunca hacía caso.

Aquella noche, se quito el uniforme y vestido de paisano, marcho a la taberna de aquel pequeño pueblo donde tenían el cuartel. Oyó la guitarra, y después el cante “desgarrao” de un flamenco puro.

Mientras caminaba, pensaba que esa voz le era desconocida. Era de mujer, desde luego, pero… ¡no la había oído antes!. Le sonaba con fuerza, tenía unos matices especiales. Estaba deseando llegar para saber algo más, para ver su cara que si era igual que la voz, tenía que ser preciosa.

Por fin llego. Nunca le había parecido tan lejos, y… siempre era el mismo trayecto. Entró, el tugurio estaba repleto, en el pequeño escenario una mujer, joven y muy bella. Llevaba el pelo recogido en la nuca. Recogido con una cinta de seda roja que destacaba sobre el pelo negro. Su voz era… distinta… dulce cuando lo requería y rota otras. Así era el cante, así el flamenco, y también el llamado “copla”. Historias cantadas, o actuando.

Sus ojos pronto se encontraron. Él destacaba por encima de todos. Era muy guapo, alto, de pelo muy claro sin llegar a rubio, de ojos color de miel. Sus labios rojos y carnosos. Cualquier mujer se hubiese enamorado de él.

El francés la miró, se quedo prendado al instante de aquella “hembra”.
En el local había otros “gabachos” más. Se cruzaron muchas miradas. Aquellos compañeros sabían de las andadas del soldado y muy pronto comprendieron lo que iba a pasar. Siguieron bebiendo. También la música, y el cante, al mismo tiempo que aquel contoneo bien dado, con gracia, que la gitana sobre el pequeño escenario realizaba. Era como una figura sacada de cualquier lienzo de uno de los mejores museos.

Esas fueron las palabras que el soldado le dijo al amigo que encontró en la mesa. Se había sentado muy cerca del lugar donde la muchacha ejercía el baile.

-     ¡Eh… tabernero! Una jarra de ese vino tuyo tan bueno.
-     ¡Al minuto caballero! – le contesta el dueño del local.

Después de beber dos jarras de aquel vino tinto, el francés estaba todavía más contento que de costumbre. Sus ojos no se separaban de la mujer ni un segundo.

Termino el cante y el guitarrista dejo la guitarra sobre la silla, bajo a beber un trago. La muchacha se sentó mientras esperaba.

De pronto el gabacho de un salto se puso junto a ella y empezó a galantearla. Como tantas otras veces había hecho con otras, la cogió por la cintura para levantar de la silla y tenerla cerca de sus labios.

La taberna en un momento se quedo muda. Todos los ojos estaban sobre aquella pareja. Ella quiso soltarse de inmediato diciéndole.

-     ¡Suelta por favor!- estoy comprometida  -     ¡Él es mi marido!

No dio tiempo a nada más, aquellas fuertes manos soltaron de inmediato a la gitana. Él cayó como un rayo sobre el suelo de aquella taberna.

Se oyeron gritos y llantos, un olor fuerte se extendía por todo el recinto. Los soldados franceses que estaban allí, apresaron al gitano mientras otros se llevaban al herido hasta un pequeño hospital que había en aquel pueblo.
Nada se pudo hacer por aquel apuesto y atrevido joven. Ella corrió junto a su marido. No la dejaron entrar en la prisión.

Al día siguiente recorrió junto al féretro todo el camino que separaba el hospital del cementerio. Desde la ventana de la prisión un cante dolido decía.

-   -  ¡Mejor estar entre rejas que ver como tus ojos lloran su muerte!

Ella musitaba una oración. La misma que le cantaba todos los días cuando visitaba su tumba mientras vivió. Ella fue enterrada junto al francés que le robo el alma y que fue su perdición.

Aún ahora, suelen decir las gentes del lugar que en los atardeceres cuando el sol se esconde en el horizonte y los rayos se tiñen de rojo, el aire trae las notas de esa oración como un lamento, en un quejío roto.


Higorca

2 comentarios:

Montserrat Llagostera Vilaró dijo...

Buenas noches Higorca:
Que historia tan preciosa, con trágico final.
También el cuadro es muy bonito.
Besos, para ti y tu esposo, Montserrat

Begoña de Urrutia dijo...

Me hace recordar a Carmen de Bizet.
Me alegra ver que te asomas por aquí de vez e cuando.,
Un abrazo y hasta la próxima aparición.