Los franceses invadieron
España. Su única ilusión quedarse aposentados en la Península. Gobernar a sus
anchas todos los rincones. En este lugar se vivía bien y ¿por qué no? Había
mujeres muy guapas.
Eran morenas, con largos
cabellos ensortijados. Sus ojos grandes y negros como la noche, hablaban sin
pronunciar palabra.
Noches de juerga y jarana.
En las tabernas de los pueblos andaluces, a los compas del rasgueo de una
guitarra, pasaban las veladas hablando o escuchando cantar a la gitana de
belleza sin igual.
Entre los soldados, uno
destacaba. Era alto y bien parecido, le gustaba todo lo español y más que nada,
las mujeres.
-
Las
hembras bien puestas. Esas de pelo negro y brillante. – Solía
decir él.
Siempre que veía una mujer,
sin mirarle la cara se acercaba y, la cortejaba con soltura. Eso le había
costado algunas broncas. Más de una vez se lo habían avisado pero nunca hacía
caso.
Aquella noche, se quito el
uniforme y vestido de paisano, marcho a la taberna de aquel pequeño pueblo
donde tenían el cuartel. Oyó la guitarra, y después el cante “desgarrao” de un flamenco puro.
Mientras caminaba, pensaba
que esa voz le era desconocida. Era de mujer, desde luego, pero… ¡no la había
oído antes!. Le sonaba con fuerza, tenía unos matices especiales. Estaba deseando
llegar para saber algo más, para ver su cara que si era igual que la voz, tenía
que ser preciosa.
Por fin llego. Nunca le
había parecido tan lejos, y… siempre era el mismo trayecto. Entró, el tugurio
estaba repleto, en el pequeño escenario una mujer, joven y muy bella. Llevaba
el pelo recogido en la nuca. Recogido con una cinta de seda roja que destacaba
sobre el pelo negro. Su voz era… distinta… dulce cuando lo requería y rota
otras. Así era el cante, así el flamenco, y también el llamado “copla”. Historias
cantadas, o actuando.
Sus ojos pronto se
encontraron. Él destacaba por encima de todos. Era muy guapo, alto, de pelo muy
claro sin llegar a rubio, de ojos color de miel. Sus labios rojos y carnosos.
Cualquier mujer se hubiese enamorado de él.
El francés la miró, se
quedo prendado al instante de aquella “hembra”.
En el local había otros
“gabachos” más. Se cruzaron muchas miradas. Aquellos compañeros sabían de las
andadas del soldado y muy pronto comprendieron lo que iba a pasar. Siguieron
bebiendo. También la música, y el cante, al mismo tiempo que aquel contoneo bien
dado, con gracia, que la gitana sobre el pequeño escenario realizaba. Era como una
figura sacada de cualquier lienzo de uno de los mejores museos.
Esas fueron las palabras
que el soldado le dijo al amigo que encontró en la mesa. Se había sentado muy
cerca del lugar donde la muchacha ejercía el baile.
- ¡Eh… tabernero! Una jarra de ese vino
tuyo tan bueno.
- ¡Al minuto caballero! –
le contesta el dueño del local.
Después de beber dos
jarras de aquel vino tinto, el francés estaba todavía más contento que de
costumbre. Sus ojos no se separaban de la mujer ni un segundo.
Termino el cante y el guitarrista
dejo la guitarra sobre la silla, bajo a beber un trago. La muchacha se sentó
mientras esperaba.
De pronto el gabacho de un
salto se puso junto a ella y empezó a galantearla. Como tantas otras veces
había hecho con otras, la cogió por la cintura para levantar de la silla y
tenerla cerca de sus labios.
La taberna en un momento
se quedo muda. Todos los ojos estaban sobre aquella pareja. Ella quiso soltarse
de inmediato diciéndole.
- ¡Suelta por favor!-
estoy comprometida - ¡Él es mi marido!
No dio tiempo a nada más,
aquellas fuertes manos soltaron de inmediato a la gitana. Él cayó como un rayo
sobre el suelo de aquella taberna.
Se oyeron gritos y llantos,
un olor fuerte se extendía por todo el recinto. Los soldados franceses que
estaban allí, apresaron al gitano mientras otros se llevaban al herido hasta un
pequeño hospital que había en aquel pueblo.
Nada se pudo hacer por
aquel apuesto y atrevido joven. Ella corrió junto a su marido. No la dejaron
entrar en la prisión.
Al día siguiente recorrió junto
al féretro todo el camino que separaba el hospital del cementerio. Desde la
ventana de la prisión un cante dolido decía.
- - ¡Mejor estar entre rejas que ver como tus
ojos lloran su muerte!
Ella musitaba una oración.
La misma que le cantaba todos los días cuando visitaba su tumba mientras vivió.
Ella fue enterrada junto al francés que le robo el alma y que fue su perdición.
Aún ahora, suelen decir
las gentes del lugar que en los atardeceres cuando el sol se esconde en el
horizonte y los rayos se tiñen de rojo, el aire trae las notas de esa oración como
un lamento, en un quejío roto.
Higorca
Higorca
2 comentarios:
Buenas noches Higorca:
Que historia tan preciosa, con trágico final.
También el cuadro es muy bonito.
Besos, para ti y tu esposo, Montserrat
Me hace recordar a Carmen de Bizet.
Me alegra ver que te asomas por aquí de vez e cuando.,
Un abrazo y hasta la próxima aparición.
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