
Óleo de José Higueras
Se quedaba absorto mirando a
su alrededor. El escarabillero, solamente era un niño. A sus ocho años ya sabía
muy bien lo que era pasar hambre.
Eran los años de la
posguerra en España. Había poco dinero, poca comida, poco de todo. Si a eso se
le añade que el cabeza de familia era un poco inestable, todavía resultaba más
difícil la vida.
Por eso en aquella casa
todos los miembros de la familia desde que apenas empezaban a “balbucear” debían
arrimar “el hombro”. No importaba niño o niña. Lo más importante era comer y
para eso era necesario tener un poco de dinero, y para conseguirlo había que
trabajar.
En el lugar donde vivía, se
explotaban unas minas de carbón. En aquella época era la energía que más se
utilizaba para guisar, y para calentarse en el frío invierno que por aquellos
montes tenían.
La familia no tenía dinero
para comprar aquel preciado mineral. Solamente había otra forma de poder
obtenerlo, además también, de poder vender a todos aquellos que lo necesitaban
y se lo pedían. Una buena forma de conseguir unas monedas, y poder adquirir un
poco de comida.
Después de desayunar (Cuando
había en su casa leche, que no era todos los días) la madre de Luisito, lo
lavaba y lo peinaba ¡Eso sí! Ya que era imprescindible enseñar una educación a
los hijos aún siendo muy humildes. Así, después del aseo su madre lo mandaba a
escarabillear iba a la puerta de la mina o por los alrededores.
El niño cogía una espuerta
de esparto que pesaba más que él y arrastrándola se iba a buscar aquellos
pequeños trocitos de carbón. Era cómo migajas de aquel negro combustible. Así
pasaba toda la mañana para volver al mediodía a casa donde poder comer un plato
de arroz con una patata, la más de las veces sin ningún tipo de grasa, ni
aceite.
Por la tarde la madre vendía
la parte más importante de aquellas pequeñísimas piedras que cuando estaban al
sol brillaban intensamente, tanto que se podían confundir con pequeños
brillantes ¡qué suerte hubiera tenido
aquel niño de encontrarse un trozo de aquella preciosa piedra! Pero la
realidad era otra muy distinta. La pobreza reinaba en su humilde casa.
Su madre nunca le llevaba sucio,
y mucho menos con manchas. Aún con los pantalones llenos de remiendos, los
planchaba. Los domingos y días de fiesta, llevaba otros nuevos que su madre le
hacía quedándose por la noche a coser.
Cuando otras personas le
daban ropa ya usada, pero que se les había quedado pequeña a ellos, o a sus
hijos, ella con todo cariño las descosía, y aquellas piezas las ponía a medida
de su hijo. Pantalones, camisas y muchas veces abrigos o chaquetas.
Luisito se daba cuenta de
ello y ayudaba todo lo que podía ya que su padre pasaba largas temporadas fuera
de casa, sin saber nada de su paradero. Mientras que su madre lavaba ropa de los
lugareños. La avisaban para que pasase a recogerla luego iba a un lavadero que
había en las afueras de aquel pueblo, lo peor era el invierno, tenía que romper
el hielo para poder lavar. Llegaba a casa con las manos moradas de tanto frío.
Una vez seca toda la colada, la planchaba y entregaba de nuevo a cada una de
aquellas casas.
Era una vida muy dura.
Luisito casi no tenía tiempo para jugar, pasaba largas temporadas sin ir al
colegio. Cuando no hacía una cosa era otra, pero lo importante era esa pequeña
ayuda que él aportaba a su casa. A su madre, que tanto quería.
Una mañana de aquel verano
intensamente caluroso. Unos cuantos chicos llegaron a la boca de la mina, todos
llevaban una cesta o cubo para llevar el carbón a su casa, se conocían y
jugaban muchas veces en la calle con las canicas o simplemente con un trozo de
madera que, según ellos era la espada.
Al lado de la mina había un
río ¿Un río o un pantano? Normalmente
no había ningún peligro. Muchas veces se bañaban y jugaban dentro del agua.
También aquella mañana, decidieron que se bañarían, acostumbraban a tirarse por
las paredes del embalse como si de un tobogán se tratara. Los niños se reían y
hacían carreras para ver quien llegaba primero abajo, y luego subía antes.
Aquella mañana cuando el
primero de ellos, que era Luisito, por ser el más atrevido, estaba ya abajo, abrieron
las compuertas y el agua contenida salió con una rapidez impresionante. Los
amigos miraron a ver si su amigo que se encontraba en el fondo se veía. Era
imposible, y Luisito no podía salir, parecía como si un pozo se lo quisiese
tragar.
Miraba para arriba y veía
una luz muy blanca. – ¡Creo que durante un
buen rato! - O ¿fueron minutos, segundos… y a él le parecieron horas?
Escuchaba a lo lejos como sus amigos lo llamaban.
Agarrándose a las paredes
como pudo y guiado por la luz y los gritos fue saliendo. Cuando ya llegaba
arriba noto como unas manos tiraban de él. Extenuado cayó al suelo sin sentido
y completamente morado.
Fue difícil hacer que
volviera en sí. Los niños seguían, y seguían moviéndolo para que les hablara,
no se atrevían a correr para ir a pedir ayuda, tampoco querían que se enteraran
sus padres. Al final Luisito volvió en sí, abrió los ojos y miro a su
alrededor, sin pensarlo se puso en pie y se encamino a su casa.
Aquel día llego tarde y sin
carbón. La explicación que dio fue que no había encontrado ninguna de aquellas
piedras. No quiso comer, no podía. Pidió
permiso y se acostó ¿qué raro? Pensó su madre.
La realidad es que nunca
llego a enterarse de lo ocurrido. Luisito creció y se cambiaron de región. Pudo
ir al colegio y aquello quedo en una tremenda aventura que le causo un fuerte
trauma, jamás se acerco al mar.
Higorca